Memorias de un jefe de fila

El enano que aprendió latín

El Padre Arrenberg me pide una colaboración para esta revista. y yo encantado. por supuesto. Sin embargo me veo en la obligación de advertirle al Padre sobre la posible incongruencia que supone el hecho de que a una persona impía se le ofrezca cobijo en las páginas de una publicación que es por su propia esencia fiel a unos principios religiosos que yo no comparto. Mi buen amigo GuiIlermo me ha dicho algo que me ha dado que pensar, y que ha halagado hasta cierto punto mi vanidad de no creyente: "Gente como tú nos está haciendo mucha falta". Gracias, Padre.

Bien que nos hace falta a los que vamos por libre la humana comprensión y la campechana indulgencia de los apóstoles que no saben que lo son.

Yo fui jefe de filas en el colegio. Por razones de estatura. Por razones de estatura, también, fui monaguillo, y ayudé muchas misas, y dirigí mil rosarios. El oficio de conductor de colegiales en formación, y el oficio de acólito estaban reservados. en aquel Villasís que me enseñó el latín, a los alumnos bajitos de cuerpo. Yo fui enano hasta la Reválida. Por aquel entonces, el pantalón largo era atributo exclusivo de los hombres. Recuerdo que en séptimo curso, cuando todos mis compañeros habían adquirido, en función de su normal desarrollo, el derecho sagrado a "echarse el zócalo", es decir, a cubrir la pelambre del patulaje con pantalones de verdad, yo seguía luciendo el antiestético e incomodísimo pantalón bombacho, una prenda híbrida y descafeinada con que las madres nos engalanaban a los niños-hombres, o sea, a los desgraciados púberes que nos habíamos descuidado un poco en los deberes del crecimiento. Yo descubrí mis primeros brotes de pilosidad axilar en el segundo curso de la carrera. Crecí muy tarde, pero crecí muy deprisa, en el patio de la vieja universidad. Hoy soy un barbudo alto, más alto que todos mis compañeros de curso, de los que fui jefe de filas camino de la capilla, camino del patio de arena, y camino de los "lugares". En mi colegio no se podía hacer nada, ni siquiera pipí, como no fuera en fila.

Yo fui un enano muy feliz en aquel colegio. y aprendí muchas cosas. Aprendí, entre otras cosas, latín, en el buen sentido de la palabra. y estoy completamente en contra de quienes opinan que la lengua latina era una asignatura absurda en un programa de bachillerato. Mis conocimientos sobre tal disciplina -yo siempre obtenía el primer premio, que todo hay que decirlo- me han sido y me siguen siendo inmensamente útiles. La rosa rosae, el hortus horti y el cónsul consulis me han venido a prestar inestimables ayudas en más de un trance dialéctico.

El griego también me dio bastante apaño. De tal forma que cuando un individuo se pone pelma en una de esas agobiantes y bizantinas chácharas de salón, un servidor larga un "mataiotes mataioteton kai panta mataiotes" que acaba con el cuadro. En otros casos me avío, por la vía del Lacio, con el recuerdo de Ovidio en vísperas de destierro: "Cum subit illius tristísima noctis imago..."

Y fui, como decía, un enano feliz en aquel colegio. A pesar de que hubo un padre prefecto que, invocando un teórico parentesco, se hartó de depositar cosquis en mi blando cráneo de niño. Se llamaba igual que yo: Antonio Garmendia. Nos diferenciaba el segundo apellido: El mío es Gil y el suyo S.J.

En aquel colegio me enamoré como un colegial, nada más lógico. La niña era hermana de un compañero de curso, y todos los domingos ocupaba su silla en la galería alta del patio central, donde se tenían lugar las sesiones de cine. Aquellas irrepetibles funciones en las que el Padre Delgado, el rector, se situaba junto al proyector, provisto de una pudibunda cartulina, con la cual interrumpía la proyección cada vez que el muchachito y la muchachita de la película cometían el pecado de un beso. Todos los espectadores, los niños de abajo y las niñas de arriba, éramos conscientes, completamente a oscuras, y con la pantalla en negro, del besuqueo, del toqueteo y de los suspiros; y dado que el sonido no se cortaba, que sólo se censuraba la imagen, el sobeo presentido llenaba nuestros reprimidos cerebelos de malos deseos. Así pues, al lunes siguiente había que ir a confesarse. Yo nunca lo hacía con el padre espiritual, que ocupaba el quiosco central en la trasera de la capilla. El hombre estaba empeñado en hacerme probar las excelencias del cilicio, detalle que a mí me resultaba bastante incómodo. Así pues, optaba por cualquiera de los confesionarios laterales, simples reclinatorios regentados por el Padre Carretero, que estaba ciego, y el Padre Piury, que estaba sordo. Así la cosa era menos agobiante.

La niña de la que me enamoré -íbamos diciendo- no me echó jamás la más mínima cuenta. Era más alta que yo, y mis pantalones bombachos no me concedían muchas posibilidades de ligue. La seguía hasta su casa a la salida del cine, y ya está. La niña es hoy una señora gordísima de la cual me libró, ahora estoy seguro, el Corazón Inmaculado de María que nunca podré olvidar.

A mis compañeros de clase los veo poco. Es decir, casi nunca. De vez en cuando me los cruzo por la calle. Incluso a mi hermano mayor -que no llevaba el curso atrasado, sino que yo lo llevaba adelantado; yo era un alumno muy aprovechado- sólo lo encuentro de bautizo en bautizo. Me gustaría verlo más, ya que la presencia de su señora esposa me causa la risa, y no hay cosa más sana que la risa sana. De mis compañeros se habla poco. Verán ustedes: mi curso siempre tuvo fama de curso brillante. Y efectivamente lo era. La nota media estaba bastante por encima del simple aprobadillo por los pelos. El examen de Reválida arrojó un resultado ciertamente espectacular. Los maristas, eternos rivales, no acababan de creérselo. Sin embargo, a la vuelta del tiempo, no se ha producido ni un solo caso de notoriedad pública, ni en lo político, ni en lo profesional, ni en nada. Los que eran ricos por su cuna siguen siéndolo, y los que no lo eran van tirando mejor o peor, pero sin mayores resonancias. Más de uno se encuadró en las filas del Opus, pero tampoco llegó a Ministro. Ya es sabido que la llamada Obra es proclive a nutrir sus cuadros con antiguos alumnos de los jesuitas. Por cierto, que el primer Príncipe del Colegio de cuyo principado fui testigo -en el último año de Pajaritos- fue Antonio Fontán.

Bueno, me pongo a recordar y no acabaría nunca. Creo que es hora de terminar y quiero hacerlo repitiendo una vez más que fui un enano feliz en aquel colegio. Y que algo, un algo muy arraigado y muy gratificante, se me ha quedado impreso en los tutelares muros del alma. Eso es así y lo declara abiertamente alguien que, como yo, dejó de comulgar un primer viernes de hace más de veinte años. Al Padre Arrenberg le comenté días atrás la frase, que hago mía, de un buen amigo desaparecido, Cayetano Ordóñez: "Yo creo en Dios. En quien no creo es en la cuadrilla". El Padre Arrenberg se reía. El Padre Arrenberg sabía y sabe de sobra que hay cuadrillas y cuadrillas. Y que nunca falta el ignaciano banderillero de oro y negro capaz de alegrarme la arrancada con un par de garrapullos clavados, como Dios manda, en el lomo de mi corazón.

Yo soy uno de los herejes ingenuos que tienen lo mejor de su vida desparramado por el patio de arena.

José Antonio Garmendia

Promoción 1949

 

Nos ha parecido interesante reproducir este texto, del número 44 de la revista "Plenitud" de la Asociación de AA.AA., que corresponde al año 1983. Este ejemplar nos lo ha facilitado Antonio Hernández Moliní.

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Creación (esta sección): 27.dic.2003
Modificación: 9.ene.2011